La sala es como cualquier otra sala de espera: Fria, anodina y desaprovechada.
Unas ventanas que dejan ver la parte interna de ese cuadrado compuesto por los cuatro edificios que forman el complejo hospitalario en el que me encontraba. Justo en medio de ese patio, la estructura monstruosa y metálica que alberga -posiblemente-, parte del mecanismo del aire acondicionado del edificio.
Ante mi, un pequeño y desconchado mueble de contrachapado que no va a juego con nada, pero que sirve para almacenar esos llamativos trajecillos desechables de color verde, que uno ha de ponerse antes de entrar en la unidad de reanimación, con la finalidad de no contaminar a los enfermos.
La habitación con forma de "L" tiene distribuidas junto a sus paredes varias butacas, algunas de ellas distintas entre si, y una pequeña mesita con revistas antiguas y manoseadas.
Estoy sentado en una de esas butacas incómodas muy atento a cada movimiento que sucede en la puerta, a unos 3 metros a mi izquierda. En cualquier momento alguna enfermera comenzará a llamar a un pequeño numero de personas, que podrán acceder a la sala de reanimación unos pocos minutos a comprobar que sus familiares continúan respirando, con o sin ayuda mecánica.
Delante de mi, cuatro hombres de entre 30 y 50 años charlan de forma demasiado distendida para mi gusto. No se les aprecia tan angustiados como a las tres mujeres que tengo a mi izquierda, alguna de ellas con los ojos llorosos.
Al fondo, dos chicos con un ordenador portátil juegan a algún juego donde el premio es matar a cuantos mas "enemigos" mejor.
Los sonidos electrónicos de los teléfonos móviles me ponen un poco mas nervioso. Yo tengo mi teléfono en modo vibración. Considero que es un pequeño gesto que contribuye a la tranquilidad necesaria en un lugar como ese donde, cualquier movimiento brusco de alguien con batín azul, puede provocar confusión y nerviosismo entre quienes esperamos noticias de nuestros familiares.
En mayor o menor medida, todas las personas que se encuentran en la sala de reanimación han sido intervenidos quirúrgicamente.
Algunos de ellos durante horas, muchas horas.
En mi caso algo mas de ocho horas tras las cuales un cirujano sin nombre ni apellidos nos facilitó una rápida y escueta -pero necesaria- información sobre como había discurrido dicha intervención.
Buenas y malas noticias casi siempre: "La intervención ha ido bien, pero nos hemos encontrado mas cosas que pueden ser -o no-, malas a corto -o lago- plazo", seria un resumen adecuado. Sosiego y desasosiego a partes iguales para mantener la tensión de quienes hace ocho horas que esperamos, durante cinco o seis horas mas.
La guinda de ese monologo casi siempre será "las próximas 5 horas son críticas para ver como se desarrolla la actividad cardíaca, respiratoria y renal, durante el despertar de la anestesia".
Odio la palabra "crisis" en todas sus afecciones. Y hoy la odio aún mas.
No me gusta esa sala. No me gusta que la gente hable tan alto. No me gusta tampoco el sonido de sus móviles ni del juego de guerra del ordenador del chico del fondo.
De cuando en cuando alcanzo a escuchar las pequeñas alarmas en forma de repetitivos "Beeps" de las máquinas que monitorizan a los familiares de los que esperamos en esa sala. Cuando una de esas alarmas se escucha mas de dos o tres veces, se puede notar como un pequeño grupo de médicos y enfermeros se movilizan al otro lado de aquella puerta para estabilizar al enfermo y uno desea de forma egoísta y silenciosa, que el el familiar que ha tenido el problema sea el de cualquier otra persona de las que se encuentran allí.
En las series televisivas de hospital, todo se soluciona al grito de "Rápido: 10 miligramos de epinifrina", y todo vuelve a la normalidad. Si acaso fuese muy grave, a ese grito se añadirá el de "Rápido, un carro de paradas !!! Cargando...apartaos !! Chasss!! y a continuación el dulce sonido del ritmo cardíaco en forma de "beep...beep...beep...beep...". Y así de fácil se salva una vida, para a continuación dar paso a la publicidad de las rebajas de El corte Ingles.
En esta sala nada se parece a la realidad televisada de los jueves por la tarde. Aquí no hay ningún Vilches salvador, ni ningún House todopoderoso, y ni siquiera ningún conductor de ambulancia que alegre la vista.
Solo un montón de gente que habla demasiado alto, o llora tímidamente.
Un medico ha salido de la unidad de reanimación y ha preguntado por los familiares de una señora que he visto salir de quirófano hace 4 horas. Las tres mujeres que estaban a mi izquierda se levantan apresuradamente, como si tuviesen un resorte en el asiento. Se hace el silencio en la sala. Un silencio morboso, curioso y descortés que poco importa a los familiares de la señora. Una de esas tres mujeres me resulta muy conocida. Después me enteraré de que ha estudiado conmigo en primaria, hace mas de 20 años.
Apenas se escucha la exposición del facultativo, pero vistas las caras de los familiares, son muy malas noticias. Aquellas tres mujeres son informadas de que su madre, que se encuentra en la unidad de reanimación, está teniendo demasiadas dificultadas para recuperarse y, a lo sumo, en 4 o 5 horas morirá.
Unas lloran, otra pasa a despedirse de su madre, yo me quedo totalmente trastocado y no puedo evitar ponerme en su piel. Se me humedecen los ojos demasiado y me planteo la magnitud de mi reacción, si ante un anuncio ajeno he sufrido de esa forma.
De nuevo, de forma silenciosa y egoísta, agradeces no estar en su piel, y al mismo tiempo tampoco deseas que ellas estén en su piel..
De repente te das cuenta que hace muchas horas que ni comes ni bebes, y aunque la máquina expendedora esta a tan solo 20 metros, no quieres separarte de aquella puerta por la que de momento solo has visto entrar malas noticias, ojos llorosos e indiferencia ajena. Es una mala puerta.
También te das cuenta de que necesitas huir a algún lugar donde nadie te vea para llorar un rato a gusto, pero te obligas a mantener la compostura ante las dos familiares que te acompañan. Ellas son mas frágiles. Y yo también, pero soy el único hombre del grupo. Los chicos no lloran. Lo dijo Miguel Bosé.
Mientras estamos cada uno de nosotros inmiscuidos en nuestras divagaciones, oímos nuestro apellido y una fuerza superior nos impulsa a ponernos en pie. Ahí comprendí ese resorte que mencionaba al principio.. Podemos pasar de dos en dos a visitar a nuestro enfermo. Somos tres, pero ya habíamos acordado el orden: Mi madre y yo unos minutos, y después me cambiaría por mi hermana de forma excepcional y aprovechando la amabilidad del personal, pues las visitas han de ser breves y únicamente dos personas, según las normas.
Entramos vestidos de verde. Él, -mi padre-, esta conectado a muchas maquinas, con muchos tubos. Mi madre le ha puesto la mano sobre la frente y él ha entreabierto los ojos, nos ha reconocido, pero no puede hablar. Tiene un tubo muy grande en la boca, para respirar. Ha hecho una mueca como sonriendo de forma casi imperceptible y se ha puesto a llorar.
Yo nunca le había visto llorar.
...
Un par de minutos ha sido suficientes. Le cedo el turno a mi hermana y vuelvo a esa fría, anodina y desaprovechada sala de espera.
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