El otro día leí una interesante narración sobre una reflexión en forma de carta.
Una carta que un amigo le envía a otro amigo. Una carta en papel.
Entre enhorabuenas -vinculadas a la nueva relación sentimental del destinatario-, y descripciones sobre la nueva ciudad en la que el remitente reside, se dejan patentes una serie de reflexiones. Reflexiones sobre la vida, lo que hacemos, vemos, decimos...pero más aún, sobre todo lo que no hacemos, vemos ni decimos.
Y la cabeza no para.
Un torbellino -adjetivo típico y desquiciante por excelencia-, de preguntas para las que podrías tener respuesta...o no.
Por ejemplo: El ritmo de vida que llevamos. Un ritmo de vida que impide siquiera que se nos pase por la cabeza el disfrutar de lo cotidiano. Por eso disfrutamos tanto de las demás ciudades cuando las visitamos. Contemplamos detalles que nos evocan recuerdos de algo que nunca hemos vivido. Vemos ese jardín, esa farola, aquella cornisa en el edificio centenario...e incluso tomamos alguna fotografía.
En nuestra ciudad nunca lo hacemos. No nos fijamos en los nuevos jardines, ni en la farola, ni en ninguna cornisa de ningún edificio centenario. Ni por supuesto, le tomamos ninguna fotografía.
Aquí también tenemos innumerables sensaciones que no hemos sentido aún. E innumerables sonidos que no hemos querido escuchar todavía. Es sólo que no nos hemos relentizado lo suficiente como para intentarlo.
Por eso, cuando vamos a otra ciudad tenemos recuerdos de lo que nunca hemos vivido. Realmente, sí lo hemos vivido, aunque de forma inconsciente. El banco en el que te has sentado a disfrutar de tu helado durante las vacaciones te recuerda a los bancos que tienes quizás, en el parque que está junto a tu casa. Pero como pasas por allí cuatro veces al día, los miras, aunque no los veas.
La fuente que ves desde la ventana de tu hotel durante las vacaciones, te recuerda algo también. Y la observas. También le tomas una fotografía. Pero posiblemente nunca llegues a la conclusión de que el tamaño, el tipo de piedra, o el número y disposición de los angelitos de los que salen los tubos que expulsan el agua, son casi idénticos a los de la fuente que tienes junto al parking en el que metes tu coche cada día cuando vas a trabajar, corriendo para no llegar tarde... Por eso, esa ciudad a la que has decidido dedicar tu semana de vacaciones, te trae tantos recuerdos no vividos.
¿A dónde van las cosas no vividas?
Los sueños. Los sueños son nuestros mas profundos deseos. Lo que, por debajo de todas las corazas que nos va poniendo la vida y sus circunstancias, sentimos con toda la fuerza de nuestro veterano corazón. Eso que nunca le hemos dicho a nadie. O sí, pero aun sabiendo que nuestras palabras no reflejan apenas lo que por dentro sentimos.
Lo sueños cumplidos son...el conjunto. El cenit. El final del penúltimo capítulo de nuestra novela.
Cuando sabemos que se acerca la conclusión.
Los sueños...sueños son.
También, ¿a donde van los sueños que no se han cumplido? Irán al mismo lugar que las cosas que no hemos vivido?
"Estoy tranquilo...", -continuaba la carta de la narración-. "...por fín.
Al menos ya no siento que me muerdo por dentro.Eso es bueno. ¿no?"
La narración pasaba por hacer un magnífico símil en cuanto a la tristeza que queremos disimular, y la pequeña ciudad en la que vivimos. Tan triste y sola, también.
Y de tus ganas de cambiar. O de empezar de cero, según el caso.
Pregunta, llegado el tercer párrafo: "¿Has visto lo egoístas que nos volvemos cuando estamos solos?"
Y se contesta con "¿Tú crees que nos enamoramos solo para no estar solos?"
Son preguntas que me han traído a la mente un nombre, una imagen. Alguien a quien ya solo puedo recordar en blanco y negro, con una banda sonora caótica.
Los recuerdos... ese privilegio que solo unos pocos seres en muchos años luz a la redonda podemos disfrutar...pero los utilizamos como defensa o ataque. Y con eso únicamente logramos hacer sentir mal a todo aquel que esté a nuestro radio de acción. Nosotros incluidos.
Los recuerdos deberían de permanecer en nuestra mente el tiempo necesario. Y volver en el momento necesario.
Para no echar en cara. Para no tener trapos sucios. Para rescatar aquel momento. Aquellas risas. Aquel llanto. Para notar como la felicidad nos invade el pecho, lo hincha y solo te sale gritar y llorar al mismo tiempo desde lo alto de una montaña,. para poder escuchar nuestro propio eco una y otra vez hasta que por fin se desvanezca, momento en el que volveremos a repetir.
Y abrazar. Me gustaría tener mucha mas fuerza para poder abrazar más fuerte. Un abrazo fuerte es la mejor de las defensas. El más eficaz de los ataques. La única y más eficaz forma de reconfortar a alguien. El sistema de calefacción mas practico, portátil y económico que existe. La manera de decirlo todo. El agradecimiento más sincero y del que no se puede tener ninguna duda.
Los brazos que no se dan...¿a donde van?
Quizás, todo lo que no hemos vivido, los recuerdos olvidados y los abrazos no entregados, se encuentran junto a los besos que nos hemos quedado. Los que nunca hemos dado. Los besos que hemos raptado. Quizás, junto algún beso que hemos reservado para una ocasión que finalmente no se ha producido.
Ese beso a mamá, que como ya eras mayor te ha dado vergüenza dar.
Ese beso quizás, a tu pareja cuando por orgullo, vergüenza, o cabezonería, no has querido dar. Ese beso ha caducado. Tendría que haber sido ese momento. Ese lugar y no otro. Lo único que ya puedes hacer, es suplir esa carencia, dando muchos más besos. Siendo más espontaneo. Importándote menos que le parezca mal a quien tienes al lado. Tenemos un montón de besos caducados, por no haberlos consumido a tiempo.
Al final, todo se reduce a abrazar, besar, soñar, vivir, dar...disfrutar. Reir.
Lo que no se da, se pierde. Caduca.
Por eso hay que ir a lo loco.
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